martes, 16 de octubre de 2012

Nunquam Sicut Ceteri

   
       A pesar de que el tiempo le ha quitado claridad a la vista, cada noche C. se sienta en el borde de una cama a medio deshacer y la mira a través de los años con la luz del millar de soles que brillaban en su sonrisa. Cuando lo hace, recorre al mismo tiempo con la punta de los dedos las arrugas que enmarcan su cara. Cicatrices de batallas libradas en lo más íntimo de noches que duraron demasiado y fueron demasiado oscuras. Marcas aquellas que empezaron a grabarse en su piel el día en que ella tomó una decisión en la que la razón y las heridas pesaron más por vez primera que las palabras y los sueños regalados. 
Incluso ahora en que el devenir de la vida ha tendido puentes sobre muchas grietas, a C. le resulta difícil abarcar el coste que aquellos dos besos de despedida debieron suponer para ella.

     Mientras sus manos avanzan por los caminos que el dolor dibujó en su rostro, su cabeza desgrana los  pedazos de vida que se fueron cosiendo el uno en el alma del otro durante casi un lustro, como un viejo soldado recordando antiguas batallas. Es un ritual en el que sostiene ante sus ojos cada momento, lo examina con cuidado y lo deja de nuevo en su lugar siempre con la misma delicadeza, así sean tristezas o derrotas o alegrías o culpas. 

    A veces esto le toma  unos minutos y otras le lleva más tiempo porque su memoria ya no es lo que era. Sin embargo, el final de este extraño vía crucis personal siempre llega de la misma forma. Tumbándose por fin sobre la cama con el balance total de emociones emborronado en el centro de su ser. Allí donde siempre resulta, inmutable a cualquier variable, la gratitud. 

      Así pues señorita, gracias. Porque me aceptaste sin reservas aún cuando fuera tan hermético como un tupper en el vacío. Porque diste muchísimo y me dejaste que hiciera otro tanto. Por creerte mis palabras, que son todo lo que tengo.

     Ahora créeme si te digo que cada día me esfuerzo por curar algunas de las heridas que toda esta situación me ha dejado e intento reflejarte eso de alguna manera. Pero ayer me olvidé que las heridas escuecen mucho cuando se intentan curar con alcohol y entonces se aúlla y se aprietan los dientes y se dan taponazos a ciegas para calmar el picor. Y si alguien tiene la mala suerte de estar cerca se lleva un golpe, cruel, injustificado y sobre todo sin sentido. Ayer te di uno de esos golpes (a otros lectores, esto es una metáfora. De momento no me ha dado por ser un maltratador). Y lo siento muchísimo.

    A tu juicio, a tus ojos a miles de kilómetros de aquí dejo esta entrada. Lo hago sabiendo que de los dos, siempre fuiste la mejor persona y esperando que recuerdes, Señorita, que una vez escribí sobre un reencuentro. Que te hice un juramento que no pienso romper. Que no puedo olvidar que una vez me salvaste literalmente la vida. Que te quiero de la forma en que sea posible hacerlo y eso va más allá de las noches en blanco. Pero por encima de todas las cosas y antes de desbarrar por los telúricos cerros de Úbeda, que lo que empezó siendo único no debiera terminar como el resto, porque los clichés no existen entre dos personas que no son como los demás.

    Francamente, no estoy seguro de poder escribir algo más, porque no sé si sabré llegar hasta ti ahora. Pero sobre todo porque un montón de putas lágrimas me están empantanando el teclado. Dejo aquí dos posdatas musicales que no he parado de escuchar en los últimos meses, porque la verdad sea dicha, son muy bonitas.
 Pero sobre todo porque me las creo.

 Esta sí es una entrada para ti, Tamara. Siento ser un capullo más veces al día de las recomendadas por la OMS. Pero si aún estoy en disposición de pedir favores, entonces te pido que leas esto.

P.D: Marwan me sigue pareciendo una puta mierda.